Me crié en una sociedad y con una educación que nos ponía a Karl Marx como un diablo en la tierra. Un ser ponzoñoso y demoníaco al que se culpaba de todos los males del mundo por sus ideas destructivas. Sus obras estaban prohibidísimas por el régimen de Franco, y si alguno podía echar mano a algún ejemplar de su Capital, o de su Manifiesto Comunista, llegadas de estraperlo de Méjico o de Argentina, editados por Kier o Losada respectivamente, estábamos condenados, excomulgados y anatemizados. E íbamos al infierno por toda la eternidad, o a la cárcel si te pillaban con un libro suyo entre tus pertenencias.
Con la perspectiva del tiempo uno vé muchas cosas. Quizá demasiadas, y el análisis no es muy positivo que digamos… Independiente de juicios más o menos equivocados, más o menos interesados, Marx fue un intelectual como la copa de un pino, un profundo filósofo y pensador, un enorme cultureta social, político y literario que vivió casi toda su existencia perseguido y en el exilio, expulsado de todas partes y acosado, siempre más pobre que las ratas – sobrevivía gracias a su amigo Engels, con el que compartía creencias – y a cuyo entierro apenas llegó a la docena de personas las que acudieron.
El gran, enorme e inconfesable pecado de Marx fueron sus opiniones sobre la humanidad y la justicia social. Que la religión era el opio del pueblo (pecatus horríbilis), y que la historia del mundo estaba escrita sobre dominados y dominadores: clases trabajadoras convertidas en mercancía y carne de producción para un capital que se enriquecía de su abuso… De ahí su conocida “Lucha de Clases”. Su filosofía se basaba en la oposición a la injusticia de la existencia de tales explotados y explotadores, en esencia y si extenderme en más detalles que no tendrían cabida en un artículo como éste.
Algo, por cierto, que aún perdura en la actualidad, por el simple hecho de que, como con casi todos los movimientos revolucionarios, se han creado religiones e ideologías (en este caso hablamos del marxismo) que han hecho correr ríos de tinta y de sangre, más de la segunda que de la primera, para, al final, acabar en una nueva oligarquía detentadora de poder – igual pasó con el cristianismo primitivo devenido en catolicismo – y que vuelve a explotar a las masas, esta vez en nombre de la nueva etiqueta; y con un aparato de represión tan brutal o mayor que el que se pretendía combatir… La historia del comunismo, el colofón utópico de Karl Marx, en que desaparecieran las clases dominantes y la pobreza, “donde cada cual produciría según sus capacidades y se le daría según sus necesidades”, fue justo todo lo contrario. El fascismo y el comunismo se convirtieron en lo mismo.
Les voy a exponer un simple ejemplo para demostrar que nada ha cambiado (salvo ciertos ajustes) y que todo sigue vigente, con la participación entusiasta, eso sí, de todos y cada uno de nosotros: ¿Se ha preguntado alguna vez el motivo de que hoy, por los medios de compra en la red, y también otros, puede comprarse ropa, o lo que sea, por unos cochinos diez euros?.. Lo mismo se puede hacer con cientos de artículos y productos: móviles, electrodomésticos, cacharraje mil, y hasta automóviles. La lista se amplía continuamente.
Bien… pues en muy buena medida eso se debe a la explotación infantil. Y a la explotación física y laboral de personas en régimen de trabajo esclavista. Échenle un vistazo al último Informe de la Oficina de Asuntos Laborales Internacionales, y verán que, desde hace un par de años apenas, la explotación laboral infantil ha pasado de 159 bienes producidos en 78 países, a 204 producidos en 84 países. Y va in crescendo exponencialmente, a pesar de las leyes, las normas, los derechos humanos y cuanto queramos exponer para adormecer nuestra conciencia social y/o personal… Y esta lacra no va a terminar porque todos, absolutamente todos, participamos, en menor o mayor parte, de ella; porque todos nos beneficiamos de la miseria y la pobreza ajena, y de la explotación de las personas, aunque sean niños, que son los más débiles y vulnerables.
Usted, y yo, y todos… Esos son los ajustes a los que aludía hace un par de párrafos. El sistema dominante que describía Marx, el de las oligarquías financieras aliadas a las autarquías gubernamentales, ha hecho partícipe a la clase media surgida de aquella clase explotada, de los frutos de la misma explotación, y la ha convertido en explotadora de sus clases inferiores… Incluso los que nos creemos mejor porque denunciamos esto o lo otro, o los que se creen salvos porque van a Misa, todos, nos aprovechamos de un sistema de explotación que raya en el esclavismo, y participamos activamente en su comercio hipócrita, por mucho que la UE legisle leyes de Prevención del Trabajo Forzoso, que cada vez se parece más a los trabajos forzados… Y ya tenemos buena cuenta de situar esos centros de hambre y miseria que trabajan para nuestro consumo lejos de nuestra vista, en otros países, para que no ofendan a nuestros muy castos y píos ojos.
Y el por qué de todo esto es tremendamente sencillo de entender, salvo que no queramos comprender lo que más nos compromete, claro: y es porque esas revoluciones, cristianismo, marxismo, etc., se han quedado en nuestra periferia, no en nuestro interior. En nuestras conchas, no en nuestras almas… Lo hemos externalizado en nuestro beneficio, no lo hemos internalizado en nuestra mejora como seres humanos. Seguimos siendo personas que demandamos a otras personas que exploten a otros más desgraciados para saciar nuestro consumo, pero sin que nosotros nos enteremos, eso sí… Esas ideas de Marx, o de Jesús, o de otros, no las hemos usado para cambiar nosotros a mejor, sino para dominar a otros… Y ¡já!, nos llamamos revolucionarios…
“La única revolución válida es la que uno hace de sí mismo”. (León Tolstoy).