
Uno de los relatos más llamativos (al menos para mí) de las Escrituras, es aquél en que Tomás pone en duda, no a Cristo, sino a su resurrección. Y, como siempre, el enigmático pasaje lo cuenta el no menos enigmático San Juan (20,26-29). Es aquél famoso “alarga tu dedo, y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel”…Es lógico: andaba mohíno el apóstol porque el Maestro se le había aparecido a todo quisque, a las santas mujeres, a los de Emaús, y al resto del equipo, menos a él. Natural lo de no me vengáis con murgas, que hasta que no lo vea yo no lo he de creer. Pongámonos en su lugar.
Así que, cuando viene a él y se muestra, suelta lo de “Señor mío y Dios mío”, como pillado en un renuncio: y Jesús le larga lo del “porque me has visto has creído, Tomás, bienaventurados los que no vieron y creyeron”, aunque el resto de todos los demás ya lo habían visto antes… Lo que ya no cuenta Juan es si Tomás llegó a meter el dedico para cerciorarse, o tuvo bastante con verlo ante sus ojos, si bien se presupone, gratuitamente, lo segundo.
Resulta un tanto curioso que a las primeras personas les advierte lo de “non me tangere” (no me toques), y luego no tuviera inconveniente, como es el caso de Tomás que incluso fue conminado, a que se le tocase… Puede haber un par de razones. Una esotérica: la neomateria de que en teoría se revistió estaba en proceso de formación; y otra exotérica: el cuerpo le andaba más que dolorido aún tras el proceso de tortura que sufrió, y no quería achuchones… Sea como fuere, y dogmas aparte, ambas razones son muy válidas. Reconozcamos que, cuando apareció a la orilla de la laguna, incluso estuvo comiendo espetones de pescaíto frito y compartiendo efusiones con los que allí estaban.
Si hago esta reflexión no es para jorobar creencia alguna, ni mucho menos para ofender fes ningunas… Es simplemente por abundar en la importancia que, a posteriori, el catolicismo ha dado a la “resurrección” de la materia por encima de la “transformación” del alma, o lo que es más aún: del espíritu, de lo que en verdad importa su inmortalidad… Tan torcida tenemos esa veneración que, como ejemplo, y para no salirnos tampoco de capítulo, el puñetero dedo de San Andrés, – ¿no fue la mano? -, su índice (o eso dicen) lo conservan, claro, en la Capilla de las Reliquias de la Basílica de la Santa Cruz, en Jerusalén… Es una simple muestra de la enfermiza fijación que la cristiandad ha mostrado por todas las partes corporales, físicas y materiales, más o menos “incorruptas”, de cuanto ha considerado santo. De ahí que se dé el caso de que existan más reliquias que mártires.
Lo que se desprende, precisamente, de este pasaje de la calificada por “incredulidad” de Tomás, es eso mismo: el propio galileo lo dice: vuestras credenciales residen en los estigmas, no en su significado, pues mirad, aquí tenéis los míos… valoráis más lo circunstancial que lo real, y no lo trascendental; mi cuerpo es la credencial de vuestra fe, no lo que habita mi cuerpo… San Juan, en este testimonio, está juzgando nuestra limitada visión de las cosas. Bienaventurados los que creen el Mensaje, aunque no vean al Mensajero.
Esto es lo que, en otros escritos anteriores, incido y repito hasta la saciedad: que ese conocimiento y sabiduría, esa “Gnósis” que vino a transmitir aquél Rabí, ha sido ocultada y despojada por la interpretación religiosa transmitida por las Iglesias, rebozándolo todo de magicismo, milagrismo, ritual, tradición y mito… y dogma, muchos dogmas. Y mucha exteriorización y fomento de imaginería variada y procesional… y profesional, en vez de interiorización (“buscad al Padre, que está dentro de vosotros”)… Asombra el conocimiento que transmite Jesús a través de uno de los Evangelios gnósticos, por ejemplo, negados por la institución de su iglesia, y la escasez, pobreza y sospechosa maleabilidad de los reconocidobligados por Canónicos. Contrasta la profundidad de los primeros con la superficialidad de los segundos.
En el caso que nos ocupa, como en el de casi todos, está más centrado en la “resurrección” que en la “revolución” del alma, esto es: que en la evolución espiritual a través del conocimiento que el avatar Cristo transmitió. La exégesis católica da validez a lo superfluo con tal de ocultar lo importante, y se enredan cuando llegan a la madre de Jesús, como otro ejemplo más, en una enjundiosa diferencia entre Ascensión y Asunción, para tratar de explicar si la Virgen se llevó su cuerpo consigo al morir, o se lo dejó aquí para que lo enterraran, que suscita algo entre pena y vergüenza ajena.
Por eso yo prefiero ser estudiante a ser practicante. Y prefiero ser penitente a constituirme en creyente… al menos, al uso. Lo que la avanzada figura de Jesucristo dejó sembrado en toda la primitiva cristiandad, su conocimiento, sapiencia y sabiduría profunda, que incluso se encuentra apenas esbozada en alguno de sus evangelistas – casi todo lo copa San Juan – es de una gran riqueza, en oposición a la incuria dogmática y canónica de la Iglesia que dice representarlo.
Sobre todo en una época, miles de años después, en que la ciencia actual más moderna, como es la física quántica – repito una vez más – comienza a desvelar lo que aquél adelantado maestro ya intentaba comunicar a sus apóstoles de mente más avanzada en aquél entonces (adviértase que los eligió Él a ellos, no ellos a Él)… Lo que ocurrió es que después de los avanzados vinieron los despabilados, y luego les siguieron los aprovechados. Pero, me crean o no me crean, todo es la misma película.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com