Acabo de leerme una extraña novela, “Zanoni”, de un no menos extraño autor, Edward Bulwer-Lytton, del siglo XIX, y escrito en la prosa rococó de la época, a pesar de ser la nueva edición actualizada de la obra… Me la he zampado, no porque el escribidor de la misma me sonara, que confieso que no, sino porque fue honrado por los comentarios de contemporáneos suyos de la talla de Rudolf Stéinner, H.P. Lowecraft; Charles Dickens, Alisteir Crowley, Swedembrog, y hasta el mismísimo Niestchze…
Como ustedes comprenderán, con la admiración de semejantes genios por su obra, y en plena época de retrógrada neocensura como ésta, donde estoy rescatando de viejas estanterías a consagrados autores como Louis Pawels o Jaques Bernier, porque sus más conocidas obras se encuentran inexplicablemente “descatalogadas” en la actualidad, no voy a dejar de permitirme el lujo de no hacerme con su más destacado título por alabado del tal autor, y metérmelo entre frente y mente… e intentar ver por qué escritores y filósofos tan sesudos como los antes citados quedaron tan hondamente impresionados por ella.
Terminado de hacerle un hueco en mis entendederas, no me extraña en absoluto… No deja de ser una novela, una especie de supuesta ficción, pero empapada de una poderosa fuerza de atracción (al menos para mí), mezcla de amor, muerte e inmortalidad. Y despojada del inevitable – y empachoso – romanticismo de la época en que fue escrita y descrita, aún y a pesar de su estilo. El tratamiento que le otorga a esas dos nociones aparentemente antitéticas: muerte e inmortalidad, es francamente de una sabiduría oculta… y no lo digo porque ese conocimiento se oculte, sino porque nosotros, los consumidores de cultura, somos los que nos ocultamos de él. Y solemos obviarlo. Quizá por desinterés, quizá por miedo a saber, quizá por simple cobardía, quizá por desidia…
Según el propio autor, todo lo que se cuenta en sus más de 500 páginas pertenece a una crónica real que encontró en un documento cifrado de la Órden Rosacruz (de donde se nutrió la masonería)… Bulwer-Lytton lo toma como un ensayo que fascinó a sus intelectuales contemporáneos, atraídos por las ciencias esotéricas (entonces no existía rudimento alguno de la física quántica), quienes entonces sostenían los presupuestos implícitos sobre la inmortalidad humana, y el hecho concreto de que ya existían seres como, por ejemplo, Paracelso, sin ir más lejos. Como ustedes comprenderán, un material éste difícil de rehusar por mi parte, e imposible de no comentar con los pocos – no sé si ya regulares – que suelen seguirme en estos temas, creo yo que trascendentales. Y que conste: soy perfectamente consciente que muchos se aburrirán, y que dentro de esos bastantes, otros tantos se espantarán, si bien que aseverando que son cuentos de Calleja versión chinos.
Con todos mis respetos por los que así piensen, yo sigo a mi teoría… Los conceptos “Muerte” e “Inmortalidad”, en estos casos concretos como al que hoy me refiero aquí, suelen traer una confusión añadida: ¿cómo se puede hablar de la segunda si se le da cancha a la primera?.. Evidentemente, requiere una explicación, que intentaré resumirles dentro de la mayor claridad y en el espacio que me queda, a ver si lo consigo.
Lo que yo siempre he defendido es la “inmortalidad” del alma, esto es, de la energía dotada de autoconsciencia, no de un cuerpo físico que obedece a las leyes de la materia que están sujetas a la entropía universal; esto es: el polvo al polvo y todo eso… Vale. Según tal principio (es Física pura, que así conste), lo que se conoce como “muerte” no sería más que el momento de separación energía-materia. Solo eso. Un instante de tránsito en que la energía consciente abandona el medio material por el que hasta ahora se ha venido manifestando. Ese es el caso de la cosa.
Ahora bien, la posibilidad que añade estos textos (y muchos y muy conocidos pensadores y filósofos) es que se puede producir una especie de “relativa inmortalidad” dentro del propio cuerpo físico, en que se frene el desgaste celular y orgánico y se alargue, en lo posible, el acto de separación… incluso en la medida de siglos. Tal y como parece ser que lo logró el citado Paracelso, y el Conde de St. Germain, o Fulcanelli, solo entre los más conocidos. Naturalmente, a estos personajes, químicos, alquimistas y astrónomos, se le concede la facultad de conocimientos como para ejercer una especie de “regeneración” en sus propios tejidos, gracias a su conocimiento y fuerza mental de la que disponen casi que a voluntad.
Que eso sea realidad o leyenda, ya no lo sé. Ni digo que sí, ni tampoco lo niego. Según las últimas leyes físicas y los estudios avanzados de la genética, posible lo es, pero ignoro si ya se habrá experimentado. Sin mayores elementos de confirmación a mi disposición, me quedo en el nivel de la balanza. Y aquí lo dejo… De hecho, con sinceridad, a mí me importa e interesa más lo otro que esto. Personalmente, el poder darle cuerda a un físico que se agota y se agosta, para seguir viviendo un más de lo mismo – salvo poderosas razones para hacerlo – no sé hasta qué punto será de interés para un alma que tiene aún tanto camino por delante que andar, y tantas experiencias que adquirir en otros planos de la existencia (no confundir existencia con vida)… Recuerdo lo del retrato de Dorian Gray y me dan escalofríos en las tripas. Vamos, me parece a mí, claro…
Sea como fuera, un servidor se limita a exponérselo a ustedes, por aquello de que “el saber no ocupa lugar”, que dicen que dijo Unamuno; si bien, que viendo los cientos de libros de los que me he desprendido por mi actual falta de espacio, y los cientos que he decidido guardar… hasta que la muerte nos separe; eso de que no ocupa lugar no es más que un decir… Si bien se supone que hoy todo eso se haya en lo de los entresijos de Internet, yo no lo tengo por seguro. Hay “saberes” que están desaparecidos, otros manipulados, y otros de aquella manera… Es como la quema de la también aquella aquella Biblioteca de Alejandría.Talmente.