Existe un axioma: el de que la verdad auténtica reside en boca de los niños… Y es cierto. Si no saben la verdad siempre dicen lo que sienten. Y los sentimientos no mienten, son sinceros, sin doblez, sin rincones oscuros, aunque no sepan la verdad. Quizá que por eso mismo, cuando un crío abre la boca, los adultos miramos para otro lado. Bien porque no lo entendemos, ni nos esforzamos por entenderlo; bien porque no queremos ni nos interesa saberlo… Cuando Jesús les dijo a sus apóstoles, o lo que fuera aquella panda, que dejara que los chiquillos se acercaran y soltaran lo que llevaban dentro, era porque solían dejar en mal lugar a los “elegidos” con sus comentarios puros, sinceros y acertados, y ellos lo sabían perfectamente.
Así que aquí viene una cocinada de comentarios de zagales que retrata, más y mejor que cien sesudos artículos, el verdadero y genuino problema humano – que es el único que importa – del conflicto palestino/israelí (dejémonos de más historias, pues los palestinos son presos de Hamás y víctimas propiciatorias de Israel, que está usando la excusa venida a mano para hacerse con la franja de Gaza al precio que sea). Los intereses políticos y de las naciones basculan y manipulan interpretaciones según conveniencia de cada cual, cuales o cualas… Y no hay otra que esa. Esto lo recojo del documental de Filmín, “Nacido en Gaza”, dirigido por Hernán Zin:
Son testimonios de una docena de críos, entre los nueve y catorce años, que cuentan, con una entereza tan terrorífica como esclarecedora, tal y solo como los niños pueden hacerlo, la única realidad que el resto del mundo les hemos construido de su día a día… Uno de ellos, once años, recoge plásticos en los vertederos a cambio de un euro diario. Es el único ingreso con que mantiene a su madre y dos hermanos pequeños. Aunque ahora con la guerra ya no puede, y dice que solo quiere poder seguir haciéndolo sin ser herido por una bomba, que es lo único que se plantea en su corta vida.
Otro rebusca en las ruinas de la que fuera su casa. Doce años. Parte de su familia ha muerto, y la otra vagabundea de aquí para allá en busca de un techo, por precario que sea, y algo que comer… Una niña de diez explica, con una inocencia que sacude conciencias, cómo fue herida: “se me salieron las tripas”, dice, pero un vecino cargó con ella, y la ayudó, y gracias a eso aún vive. Solo intenta encontrar a algún familiar en una búsqueda constante… El hijo de un conductor de ambulancia no puede entender, a sus trece años, que le mataran a su padre: “un héroe, que solo quería ayudar a otros”, asegura aturdido… Otro de catorce años lamenta haber perdido a tres de sus primos: “jugábamos todos en una playa, y fuimos tiroteados”…
“Me gustaría ir al colegio sin que cayesen bombas, igual que los demás niños del mundo”, dice mirando a cámara uno de doce con ojos ilusionados, como mirando por una ventana abierta a ese mismo mundo, como si esa fuera la única oportunidad de pedirlo… Un par de ellos, de trece y catorce respectivamente, sueltan serios y convencidos que “quisieran unirse a la resistencia para hacer justicia a sus muertos”. Escalofriante. Los hemos condenado, obligado, a no ver otra salida, y son esos mismos niños a los que mañana llamaremos terroristas… Pensemos lo que pensemos, o como nos hagan pensarlo.
No hace falta tampoco entresacar más testimonios para poner un ejemplo vivo y palpitante de la realidad humana que vive Palestina (no confundir con Hamás, por favor). Existen muchas Palestinas en nuestro mundo: Ucrania, Afganistán, Siria, cono sur de África; docenas de campamentos de refugiados donde se trafican con niños, y demasiados ejemplos para el que tenga conciencia y la use. Cuando los medios de información (herramientas siempre “al servicio de…”) nos focalizan en un conflicto, normalmente no tienen otro objetivo que desfocalizarnos de los otros. Es una parte del negocio de la guerra.
Pero cuando se personalizan los dramas humanos en las personas más frágiles de la humanidad y de cualquier sociedad, los niños, el primer impacto suele ser sentir vergüenza, quedarnos bloqueados, y sumirnos en un denso silencio. Un silencio espeso en el que nos ocultamos de nosotros mismos… Mis silencios, lo confieso a ustedes, suelen estar llenos de palabras, de ruido, de confusión, de elucubración y de caos. Son silencios hechos de luchas conmigo mismo y de batallas perdidas; de luces y oscuridades que tratan de imponerse entre sí las unas a las otras. Nunca son silencios callados. Jamás.
Y cuando recibimos el impacto con el que me he permitido abrir éste de hoy, normalmente, tras nuestro silencio de cada cual, suelen abrirse una de tres aparentes posibilidades a nuestro exterior: o la sinceridad nos hace reflexionar, intentando moderar la sangrante inquietud que nos produce; o procuramos pasar líneas y página rápidamente, antes de que nos alarme el pensamiento; o lo tenemos suficientemente colonizado y amaestrado como para dar automáticamente la respuesta prefabricada con arreglo a nuestros intereses de partido, ideología, bandera, siglas o empresa…
Si rascamos un poquico más en ese documento, a esos niños, igual que al resto de los niños del mundo, se les hacen las mismas preguntas que a todos los críos: “¿qué quieres ser de mayor?”, y nos responden como todos: enfermera, maestra, ingeniero, pescador, futbolista, actriz, mecánico, doctora… Profesiones que lo más seguro nunca podrán lograr, porque la mayoría de las posibilidades que les hemos dejado entre todos es: o muerto, o mutilado, o guerrillero…
Es duro, pero es así, es la puta verdad, lo miren como lo miren y desde donde lo miren… Y aquí entramos el resto de naciones, pueblos y ciudadanos, que nos dejamos llevar por los intereses espurios de nuestros políticos envilecidos y mediocres, dirigidos por las oligarquías financieras del mundo mundial… Existen esfuerzos constantes para convertirnos en muñecos de ventrílocuos que les ganemos la guerra de las calles y de las redes, en base a intervenirnos hasta los sentimientos a través de los pensamientos.
Es cierto que hay que luchar contra el terrorismo que nos amenaza, claro que sí, por supuesto, pero no convirtiéndonos en hacedores de terroristas… La mejor fábrica de terror son las injusticias. Miremos a ver quiénes las activan.
Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com