Permítanme hacerles una simple pregunta: ¿a un amigo leal, a un compañero incondicional, lo considerarían ustedes una simple mascota?.. Yo no. En el reino animal, al cual también pertenecemos todos nosotros por cierto, existe una gama casi infinita de niveles de conciencia. Una iguana, por ejemplo, un hámster, una serpiente, por exótica que pueda ser, un ave, aunque sea la del paraíso, no tienen el mismo grado de, yo diría autoconsciencia, que tiene un gato, un caballo, un mono, un perro… los cuales pueden desarrollar hasta ciertos sentimientos con respecto a sus dueños y sus personas más próximas. Por eso no se les puede, no se les debe, incluir genéricamente como simples y vulgares mascotas…
Pero ninguno desarrolla una relación tan estrecha e intensa con sus amos – o así lo creo yo – como un perro. Estos animales, descendientes directos de los lobos, tienen la capacidad de desarrollar una simbiosis y relación de lealtad con los seres humanos directa y sin fisuras. Su vínculo para con el hombre es de naturaleza casi eterna. Tan solo tienen que pararse a mirar a un perro abandonado. En sus ojos solo verán la mayor tristeza del mundo y la súplica de ser adoptado por quiénes ellos consideran, quizá, el único ser superior digno de ser su compañero. Pero no es eso lo que en realidad ofrecen, si no una amistad hasta el final de sus días. Y sin condiciones.
Solo hay un problema: estos nobles animales solo nos acompañan una quinta o sexta parte de nuestra existencia. Su ciclo de vida es demasiado corto comparado con el nuestro, y no digamos con los casi 200 años de una tortuga, por ejemplo… Quizá exista un propósito oculto en ello, no lo sé. Quizá tengamos que sufrir esa dolorosa experiencia de separación por algún motivo que se nos escapa. Es posible que su generosa entrega y la sensación de pérdida que nos provoca esté establecida para indicarnos el camino de algo importante entre las personas humanas y los animales personas. Puede que sea precisamente para eso mismo: para hacernos más humanos. Puede que nunca logremos averiguarlo. Pero todos los que han pasado por esta manifiesta orfandad, sin duda alguna saben de qué estoy hablando. Es un duelo que siembra en el alma humana recuerdos de nobleza, lealtad, entrega, calor, afecto, acompañamiento… y eso nos mejora con respecto a nosotros mismos.
Hace poco que yo perdí esa compañía. Duque era un magnífico ejemplar de hasking con mezcla de pastor alemán, de una magnífica estampa… Vino a nosotros como una pequeña bola peluda de pocas semanas, y nos entregó doce años de su entrañable existencia. Toda su vida. No es mi deseo idealizar nada, pues la crianza de un animal de tales características no está exenta de problemas, preocupaciones y dificultades, pero su fidelidad es eterna, y cubre de sobra la cuenta de inconvenientes. Su madurez fue lo más espléndido y generoso de su naturaleza, y no les voy a aburrir aquí con los cantos y los cuentos de su vida entre nosotros… Mi nieto más pequeño, le hizo, tras que nos dejara, un conseguido dibujo con una aureola amarilla sobre la cabeza: “porque se ha muerto un perro bueno”, me aclara el detalle…
A su final, empezó a padecer artrosis severa en los cuartos traseros. Le costaba un trabajo ímprobo el levantarse. Luego se le complicó con la médula, que se vio afectada, y ya ni los chutes de corticoides le procuraban una mínima dignidad. Después comenzó a fallarle el sistema digestivo, por su cada vez mayor inmovilidad. Y se impuso el sufrimiento o el sacrificio… “Los que se les muere su perro durmiendo no saben el regalo que Dios les hace”, me dice nuestro veterinario… Cierto. Yo le rogué a los ángeles del cielo y de la tierra se lo concedieran, pero se ve que no lo merecíamos. No él, Duque, si no yo, que tuve que arrostrar el trago por el que no deseo que pase nadie. Una muerte digna implica una conciencia no siempre convencida de hacer lo mejor para él y lo correcto por nosotros. Pero no es ya la buena intención eutanásica, si no la tristísima sensación de acelerar su liberación de la cadena de sufrimientos por tu propia mano. Eso supone una despedida tan intensa que no puedes evitar el romperte por dentro.
…Y, en el momento final de ver partir su aliento último, o su cuerpo en el furgón veterinario, te sorprendes a ti mismo musitando una especie de plegaria entre lágrimas: “adiós, Duque, viejo amigo, adiós compañero…” Y solo entonces le otorgas con toda tu alma la categoría de camarada, de compañero de vida que le corresponde. Y, en ese momento, te das realmente cuenta que esa despedida lleva implícito un destino. Algo que tú le otorgas en tu deseo de que le vaya bien allí dónde vaya. En algún lugar que disponga de la plenitud, libertad y felicidad que merece… ¿por qué no va a haber un cielo para los perros, si estoy convencido que los perros tienen su propia alma?.. Ahora me parece verlo saliéndome al encuentro, o en sus lugares comunes, mirándome a los ojos, y sé que ese lugar existe, aún fuera de mi propio pensamiento. Solo espero que ese cielo para los perros pueda comunicarse con este infierno de los hombres… aunque sea en otra dimensión… ya saben.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ www.escriburgo.com miguel@galindofi.com