Los Reyes Magos son inimaginalmente generosos cuando vienen una sola vez al año (sin otros sucedáneos añadidos) y traen un modesto y único regalo, que apenas se espera en el imaginario colectivo de una sociedad… La espera de 365 días y el insomnio de solo una noche realizan el milagro. Y el regalo aparece, enredado en la ilusión de una determinada pero inconcreta esperanza… Lo demás es otra cosa. Y otra cosa muy distinta además. Es la diferencia entre un don y un derecho. La distancia que hay entre el ruego y la exigencia. Que cada cual recuerde su infancia… los de mi edad me entenderán. Entonces no existía tampoco ningún Papá Noël precursor; ningún cumpleaños con escaños; ningún santo con encanto; ninguna nada. Tan solo la espera (espera viene de esperanza) de que al calendario colgado en la pared se le cayeran deprisa todos sus meses.
Creo recordar – mi hermano me rectificará si no – que mi primer juguete fue una pistola de hojalata… Estaba formada por dos mitades acopladas entre sí por unas lengüetas en una de las partes, que apenas encajaban en las ranuras correspondientes de la otra parte, como todo anclaje. Pero tenía algo que la convertía en la mejor pistola del mundo, y, quizá, hasta del universo: funcionaba con “mistos de trueno”, también entendidos por “mistos de crujío”: una cinta de papel con puntos de fósforo que, al ser golpeados por el percutor de lata, remedaba (echándole mucha imaginación) el débil, desvahído y patético sonido de un disparo… una especie de ¡puff! sin chorretes. Hoy, a ese artilugio macarrónico se le hubiera llamado, estoy seguro de ello, un Thunder Myst, o algo así, dado el colonialismo lingüístico al que ten gustosamente nos sometemos…
Naturalmente, aquella pistola fundida en hoja de lata, duró menos que un periódico en un retrete público. Cada misto machacado – la mayoría fallidos – aflojaba más y más las débiles pestañas de cierre, hasta que, tras haber sido dobladas una docena de veces, aquel avanzado material de tan poderosa tecnología, se partía blandamente, y te quedabas en las manos con dos medias pistolas, que siempre era mejor que el codo de una rama de árbol a propósito, que, mañosamente tallada y apañada, aparentaba la realidad de tu poderosa fantasía. La onomatopeya del disparo, con un buen y sonoro “bang” queda bastante más aparente que la otra… Pero yo siempre recordaré aquella pistola tan pistola.
Luego, después, con los años goteando del horizonte, y la niñez avanzando desde la lejanía, pero siendo aún críos de medio palmo, vinieron la Arquitectura: rimbombante nombre para una caja de cartón con diez tacos de madera coloreadas, de distintas longitudes, y un par de arcos, con que maravillarse de la imaginación creativa del zagal… Otro año, ya más sofisticado, le tocó al Mecano, cojonudo donde los haya, con varas y tornillerías con que armar y desarmar artilugios antes formados en tu cabeza de chorlito… El salto al Tren Eléctrico (por llamarlo de alguna manera) con un circuito oval no mayor a tres o cuatro losas, y con una máquina tirando de dos o tres vagones – aún seguíamos con la evolucionada tecnología de la hojalata – iniciaba el período del regalo comunal, a compartir con mi hermano… O ya el colmo de las maravillas en los últimos años, de un Cine Nik (a manivela, claro) en que lográbamos el milagro de la animación proyectada…
Pero el genuino milagro escondido de los Reyes Magos estaba en el sacrificio de unos padres que, tras poner algo en la mesa cada día, tenían que maravillárselas para sacar un regalo anual de una economía sin presupuestos. Humilde pero magnífico regalo, que, encima, escondía su propia autoridad del mismo, para ponerla en unos Reyes que, además de Magos, eran Mágicos… Cuando a nuestra casatienda empezaron a llegar, entre revistas, libros y tebeos, unas coloreadas y pautadas Cartas de Reyes, de a peseta, para vender a una sociedad ya menos agobiada por el jornal del día, para que sus zagales pidieran a voluntad y según sus deseos, y cuyas misivas corrían un extraño, pero primoroso camino de ida y vuelta, comencé a dejar salir la crisálida de mi percepción de oruga… y ya todo comenzó a cambiar… inexorablemente.
Ni critico aquello, ni critico lo actual, pero bendigo lo primero y me reservo la opinión de lo segundo… Dígale a un niño hoy que solo espere un único regalo-sorpresa al año. Solo uno y solo una vez. El que los pobres Reyes Magos (entonces eran pobres rematados) tuvieran a bien dejarle a uno a pie de cama, habríamos de ser agradecidos, pues eran muchos los niños y escasos los regalos, se nos decía. Y aunque llevaron al Crío Dios en Belén, oro, incienso y mirra – que nadie sabía de qué valían – ellos, por muy Magos que fueran, no tenían la facultad de multiplicar los panes y los peces. Había mucho dónde repartir y poco que repartir… Y todos, todos, lo entendíamos y lo agradecíamos. Perfectamente bien.
No sé si aprendí algo o no de aquellos Reyes Magos, e ignoro si mis nietos, o incluso mis hijos, han aprendido algo, o no, de éstos… Pero de lo que sí estoy seguro es de que ya no es lo mismo.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ www.escriburgo.com miguel@galindofi.com